1º Premio
"TÚ NOMBRE ME SABE A TÉ"
de Julia Flores Arenas
Si aspiro profundamente, puedo sentir el aroma de la mezcla
de todas las clases de té que había en las pequeñas cajas que, cuidadosamente, estaban
ordenadas en los estantes de la tienda de la anciana mujer. Si aspiro
profundamente hasta tener el pecho ancho como la copa de un cerezo y si, además,
cierro los ojos incluso puedo distinguir en mi memoria los matices aromáticos
de cada una de las variedades. El olor tostado y tierra del té rojo o el aroma
a día recién nacido del té blanco.
Estoy en el aeropuerto. Todavía faltan tres horas para que
llegue el avión en el que viene mi hermana de China, pero ya no tengo paciencia
para esperar en casa. Estoy sola, he preferido que no me acompañaran mis padres
aunque, supongo, que estarán en casa tan nerviosos y expectantes como yo. Miro
continuamente hacia las pistas de aterrizaje tras la gran cristalera como si
con ello acelerara la llegada, a la vez me fijo en los viajeros que van y
vienen apresurados, en los que disfrutan del reencuentro y dan fuertes abrazos
y, en algunos casos, sonoros besos. Me imagino a mí misma en esa situación y el
corazón galopa por mi pecho llenándolo de amapolas. Pienso en todos los años
que llevo esperando este momento. ¡Por
fin se podrán abrazar las ramas del viejo cerezo!
Ahora me llamo Alicia y vivo aquí en España, pero antes me
llamaba Mei y nací y viví en China. Mi primer nombre significa “hermana
pequeña”, me lo puso mi madre al nacer, nada más verme. Yo no la conocí, solo
estuve con ella mis primeros días de vida. Minutos después de nacer yo lo hizo
mi hermana Xiao Chen. Su nombre significa “amanecer” y eso es ella para mí, un
amanecer, un comienzo. Éramos como dos gotas de agua, idénticas, incluso coincidíamos
en dos pequeños lunares sobre el hombro izquierdo. Recuerdo las veces que jugábamos
con ese parecido, confundiendo a todos los que nos rodeaban o haciéndonos pasar
por una sola persona.
Mi madre tuvo que dejarnos nada más nacer porque no solo
había tenido una hija, así en femenino, sino ¡dos! Por eso, a escondidas, nos
crió una ya casi anciana mujer, Akame, y
crecimos en la pequeña tienda de tés que regentaba sola desde la muerte de su
marido. Nos salvó la vida y gracias a ella las hermanas pudimos estar juntas.
En la parte de atrás de la tienda había un patio con dos árboles, un almendro y
un cerezo de cuyo tronco salían dos grandes ramas que se diversificaban en las
alturas en infinitos brazos. La luz de la mañana se enredaba en sus hojas y en
primavera una nube de flores cubría nuestro cielo mientras jugábamos y
entonábamos sencillas canciones que hablaban de que el almendro era Akame y el
cerezo nosotras dos, unidas en nuestras raíces. Aquel era nuestro árbol, éramos
nosotras. Desde el patio se accedía a un suave valle donde la anciana cultivaba las
plantas de té. Entre juegos aprendimos a cultivarlo, a prepararlo y servirlo. Aunque éramos muy
pequeñas todos los días repetíamos la ceremonia del té hasta que nos salía a la
perfección, porque la anciana Akame la
consideraba muy importante.
Recuerdo todo porque cada día de mi vida, lo he revivido en
mi memoria, y aparece algo que ahora me resulta curioso y es el hecho de que la
vieja Akame, cuando iba alguien a la tienda a comprar, de entre todas las
variedades de té elegía según la persona que lo iba a tomar. Por eso no se
precipitaba en preparar el paquete que iba a vender, sino que invitaba a la persona a sentarse, la obsequiaba con una taza de té,
frio o caliente según la época del año, observaba cómo se movía, cómo sonreía.
Se fijaba en cómo ponía las manos y gesticulaba y, entonces, elegía el que ella
consideraba más adecuado. Si el té era para regalo preguntaba
delicadamente para quién era y procuraba
conocer, siempre con la mayor discreción, alguna cualidad de la persona que lo
iba a recibir. Akame decía que el té era un regalo de la madre naturaleza y
había que respetarlo como tal, por eso había uno para cada tipo de persona.
También esos momentos eran ceremoniales Y Xiao Chen y yo aprendíamos minuciosamente. Hace mucho tiempo que ocurrió
todo esto; han pasado muchas cosas en mi vida desde entonces. Ahora esta espera,
interminable, me lleva a mi niñez y yo
me dejo llevar.
El día que cumplimos seis años sucedió algo que si bien no
pude comprender entonces ni todavía hoy puedo explicar, supuso un antes y
después en nuestras vidas, y digo nuestras porque, aunque no sé cómo afectó a Xiao Chen, a mí me lo
cambió todo.Tres personas desconocidas, al menos para nosotras, vinieron a la
tienda y después de discutir con Akame largo rato, me llevaron con ellas a un lugar en el que
había otras niñas, que como yo, no tenían padres. No sé porqué solo me llevaron
a mí; lo he pensado muchas veces y he llenado mis noches de conjeturas y
suposiciones llegando a la conclusión que no sabían que éramos dos las niñas
que vivíamos allí. Lo cierto es que solo recuerdo del momento el llanto ronco y
desgarrado de Akame mezclado con el mío,
y la fuerza de unos brazos que me separaban de ella, a la que yo estaba
agarrada, con tanta fuerza que todavía hoy puedo sentir el dolor en las manos.
Y después, un lugar inhóspito, días de miedo y soledad, de llanto y de miseria,
no sé cuántos hasta que, de nuevo, un hombre y una mujer, de rasgos diferentes,
me sonríen y me llevan con ellos.
Recuerdo el viaje hasta aquí. Con seis años tuve que
acostumbrarme a una nueva forma de vivir. Apenas me entendía con ellos, pasaba
las horas en silencio, jugando sola, repitiendo la ceremonia del té “para dos” que
había aprendido bien y que tan
incomprensible les parecía a mis nuevos padres. En mi imaginación elegía la
clase de té para ese día, según cantaran los pájaros, según hubieran sido mis
sueños, según hubiera sentido el llanto de los árboles. Poco a poco aprendí a
hablar este nuevo idioma, a sentirme hija de mis padres y que formaran parte de
mi vida como yo lo formaba de la suya. Y repetía con ellos la ceremonia del té,
como un regalo por su cariño, tal y como
recordaba de Akame. Y cuando pude, les hablé de
mi hermana gemela a la que, por supuesto, nunca había olvidado. Y hoy,
por fin viene como hija adoptada, como yo, aunque ya sea mayor de edad.
Ella conoce muchas cosas de mi vida pero otras he preferido
que las descubra al llegar, por eso no sabe que tengo una pequeña tienda de
tés.
Pienso en todo esto
mientras espero haber elegido bien el té con el que voy a
recibirla.
2º Premio
"FLORES PARA IRIS"
de Juan Lorenzo Collado López
Para esa noche ha elegido un vestido negro que brilla bajo la luz de los
focos con enorme intensidad. Entre bambalinas, quienes la han visto le han
asegurado que está increíble, mucho mejor que en sus mejores días.
El traje apenas esconde
sus piernas maravillosas, largas, enfundadas en nylon. Realmente es un encanto
y su voz tiene una cadencia estupenda. La mayoría de los asistentes hubieran
asegurado que sería capaz de alcanzar lo más alto de la fama.
Está preciosa y la
sonrisa que Iris desparrama por cada rincón de la sala enardece los ánimos de
sus incondicionales.
Cuando acaba de cantar,
algunos de sus seguidores se levantan entusiasmados aplaudiendo hasta que Iris
queda tras las cortinas, alegre por otro nuevo éxito que asegura la continuidad
de su ya imperecedero espectáculo.
Acoge con agrado las
tarjetas para que acepte acompañar a alguno de los presentes. Las lee: algunas,
atrevidas; las más, correctas, llenas de deseo por ella, por compartir unos
minutos a su lado. Le complace
examinarlas y siente la tentación de aceptar, pero, como ya ha hecho en otras
ocasiones, no accede y se marcha a su camerino.
Se mira en el espejo.
Enciende un cigarrillo y se dedica una sonrisa. Se la merece.
Coge un frasco con el
líquido correspondiente y comienza a desmaquillarse y, una vez ha finalizado la
operación, se quita la peluca y se alborota su cabello corto y negro con las
manos para observar que no ha perdido su color ni su fuerza, no existe ni la
más mínima señal de alopecia y eso la satisface haciendo que le dé una profunda
calada al cigarrillo.
Procede a quitarse las
pestañas postizas, el carmín rojo intenso
y las uñas de porcelana que guarda con cuidado para otra ocasión. Se
levanta y se mira. Ya sólo queda el traje con una pequeñísima faldita, y baja
la cremallera para ver, ya está acostumbrada, pero le gustaba hacerlo después
de cada actuación, su cuerpo de hombre. Debía haber sido de mujer, era lo que
le hubiera gustado, pero la naturaleza había fallado en su cuerpo o en su mente.
Piensa que debe volver a tener en cuenta la posibilidad de una operación que
haga acorde su anatomía con su persona.
Se encoge de hombros y
se pone unos vaqueros y una camiseta con unos dibujos de manga, aplica un poco
de color rosa en los párpados y los labios y se encuentra estupenda.
No está nada mal, ese es
el momento de ir a tomar una copa con los amigos y quién sabe, si llega la
ocasión, podrá llegar a algo más esa noche, se encuentra predispuesta.
En ese momento llaman a
la puerta. Se gira extrañada por la interrupción de sus pensamientos. Ha
ordenado que nunca dejen pasar allí a nadie.
Abre para encontrarse
con un hombre que lleva un ramo de flores y una cajita con aspecto de contener
un regalo de joyería. Lo reconoce, es uno de los clientes que no faltan a la
actuación del fin de semana.
-Quisiera ver a la señorita Iris.
-No está, se ha marchado con mucha prisa. Ni tan siquiera le ha dado
tiempo de cambiarse.
El hombre no sabe qué
decir. Mira decepcionado. Le ha costado mucho burlar la vigilancia de un par de
trabajadores y sobornar generosamente a otro más para estar junto a ella, para
que le dedique una sonrisa a él tan sólo y lo único que se encuentra es a aquel
pedazo de mariquita que ni tan siquiera le dejará llevarse algún recuerdo.
-¿Podría pasar y ver su camerino?
-Lo siento, me costaría mi puesto de trabajo. Pero ¿Sabe una cosa? Yo
también me llamo Iris y me encantan las flores.
El hombre lo mira con
desdén, con un asco infinito y se marcha sin importarle mostrar todo su
desprecio.
Texto: Autores premiados
Fotografías: Pilar R. de los Santos