1º PREMIO
"CADA MAÑANA"
de Almudena
Bustamante Anibarro
Cada mañana te veo. Te veo en los rostros pequeños que me rodean a las diez en punto, rostros de manos inexpertas que se empecinan en batallar con unos botones que se les hacen un mundo... Complicado mundo el de los babis, cuando sólo se tienen tres años.
Los miro a todos, uno por uno: a Claudia,
con sus coletas rubias atadas con gomas de colores; a Diego, que siempre llora
porque aún no ha aprendido que la
dolorosa separación de su madre es sólo transitoria; a Iván, que se aparta en
el rincón de las perchas, esperando mi saludo matutino, como un precoz
enamorado; Sandra, tan risueña, con tantas ganas de comerse un mundo al que apenas ha visto las fauces…Y te
veo, sin poderlo evitar, en todos ellos, porque todos tienen un algo, en sus
maneras infantiles, que me recuerdan a ti.
“Hoy haremos plastilina”. Algunos no
conocen la plastilina, porque es un material que deja un rastro grasiento sobre
las superficies y en sus casas no les han dado la oportunidad mágica de
moldearla. “¿Y eso que es, seño?”
“Pues una cosa con la que se pueden hacer figuras de animales y de flores y de
personas también”. Tengo que andarme con mil ojos, porque la experiencia me
recuerda que alguno uno de ellos se decidirá a probarla, con ese afán
irreprimible de experimentarlo todo a través de la boca. Y comenzamos a
moldear. Estoy abierta a la sorpresa,
pues siempre logran despertar mi admiración arrancando al trozo informe de pasta formas que nunca
imaginé.
A la hora del reposo es cuando tu
presencia se hace tan real…Están todos tumbados en sus colchonetas, las cabezas
apoyadas sobre almohadas de colores chillones sobre las que descansan los
rostros sonrosados y que acabarán
empapadas en sudor de siesta y babas
inocentes. Les pongo música: intento acostumbrar sus oídos a la belleza de las notas arrancadas al corazón
de un violín, melodías suaves que les transporten a ese mundo que aún tienen tan cercano, un mundo de útero cálido, un paraíso
flotante de olas suaves y bendita oscuridad. Es, entonces, cuando tu presencia
se hace más real, porque ante los arpegios más melancólicos, el alma comienza a
vibrarme y tus manos suaves y calientes me acarician las mejillas y tus
bracitos se ensartan alrededor de mi cuello en un abrazo eterno, en un abrazo
que siempre estará ahí, porque tú siempre tendrás tres años.
Me hubiese gustado verte crecer. Me
hubiese acostumbrado a la pelusilla pretenciosa que te hubiese poblado el labio
superior, antes de que yo hubiese tenido tiempo siquiera de acostumbrarme a que
crecías. Me hubiese gustado verte con unas zapatillas deportivas del número
cuarenta y tres —creo que hubieses sido un adolescente muy alto— y me hubiese
gustado también acompañarte a los partidos de fútbol…O de baloncesto…O quizás a
las partidas de ajedrez… Tuve tan poco tiempo para conocerte, que no sé
siquiera qué deporte hubieses practicado. Y eso me ensombrece el alma, porque
yo crezco contigo, con la persona en la que deberías haberte convertido, pero
tú te has quedado atrás, siempre tendrás tres años, siempre serás mofletudo y
sonrosado, con un chupete en la boca que te hacía salivar más de la cuenta.
Hay quién me pregunta, con descarada
espontaneidad, por mi trabajo con los párvulos. Quieren entender lo que siento
cada mañana cuando me enfrento a esos
pequeños entre los que tú ya no estás. Nos producen especial interés las
personas que, como yo, han vivido una experiencia traumática, una pérdida
definitiva, irreparable y contra natura. Si todas esas personas que me
analizan, observan, compadecen o toleran, pudieran entrar en mis sentimientos,
seguramente dejarían de analizarme, observarme, compadecerme o tolerarme.
porque no hay nada más fácil, para comprender al otro, que vivir lo que el otro
ha vivido. Así sabrían que mi trabajo con los párvulos es, simplemente, un
dejarme llevar, un continuar la vida como si todo siguiese igual. Mi trabajo
con los párvulos es irreal, porque cuando acudo cada mañana, me sumerjo en una
realidad etérea que huele a colonia de limón y a desinfectante, donde a cada
segundo tengo la ilusión de que mi tragedia nunca ha sucedido y que, de pronto,
te veré, sentado con los demás, coloreando grotescamente a trazos gruesos e
irregulares en color azul — creo que
era tu preferido—para regalarme a
continuación insistentes explicaciones
con tu media lengua de trapo, hasta que
me ves convencida de que el garabato que has pintado es un perro de compañía.
Y en esos momentos logro olvidar tu
rostro repentinamente congestionado por la
fiebre y la llegada al hospital, la espera en urgencias, en
aquella sala abarrotada de desesperanza. Y
me olvido de aquel tiempo angustioso que transcurrió contigo en brazos,
delirante, mientras mi intuición de madre me gritaba que la cuenta atrás ya
había comenzado. Logro apartar de mi mente
el rostro serio y apesadumbrado del pediatra y el temblor de mis
piernas, de mis brazos, de todo mi cuerpo, cuando habló de meningitis. Logro
olvidar las palabras fatales, la sentencia devastadora que acabó también con mi
vida, pues mi vida eras tú…Consigo olvidar ese momento final, en el que sujetaba
con fuerza tus manitas entre mis manos,
pero aun así escapaste de mi lado para siempre, sin yo poder retenerte…
Por eso sigo con los párvulos, porque así, cada
mañana, te siento, te noto, te pienso y
te veo en ellos.
Tras cruzar la ciudad con caminar de gacela, Nahid mengua el ritmo de sus pasos, intimidada, al presentir entre los edificios la enhiesta silueta de la casa de su madre. Su rostro anguloso y de pronunciados pómulos recibe agradecido el viento de la mañana. Una mirada felina y una boca carnosa sobre el fondo ébano de su piel, consolidan su belleza etíope. Mira de reojo y con enorme ternura a su hija Efua y aprieta con fuerza la pequeña mano que lleva entrelazada a la suya; aunque es más clara de tez, ha heredado de su madre los profundos rasgos africanos y los mismos labios gruesos que ahora tiemblan en su cara asustada.
Nahid titubea,
empequeñecida, ante los peldaños de la puerta que, abierta, parece estar
esperándolas para su aciaga cita. Adivina, sale a recibirlas su anciana madre,
cuyo pelo hirsuto corona una cabeza demasiado pequeña, pero hincada altiva
entre los hombros huesudos. Una mirada arrogante en su cara apergaminada les
invita a cruzar el umbral, dándoles a entender que todo está preparado. Tras
una interminable excursión laberíntica llegan a la habitación en la que se va a
consumar el rito ancestral, ya ocupada por otras cuatro mujeres que andan
escupiendo rezos por sus desdentadas bocas para amedrentar a los malos
espíritus que podrían chafar la ceremonia. La niña, tras una adrede y corta
ojeada a las brujas de atuendo mugriento, que siguen musitando sus raras
plegarias, repara en los abalorios y trapos que en las paredes, como espectros,
ambientan la sala. Pero, mientras, Nahid sólo tiene ojos para examinar, con
intimidatorio respeto, la mesa baja a modo de altar a cuyos pies reposan,
condescendientes, los útiles rudimentarios que se utilizarán en el ritual milenario
que ha causado sus desvelos en estos últimos días.
Efua, con una
insoportable sensación de desamparo por ver desasidos sus dedos de los de su
madre, se deja guiar por la abuela hasta el ara rodeado por las añejas mujeres
que ya han acabado su hechicero bisbiseo. Nahid ciñe su mirada a la de la niña
para hacerle saber que a tan solo unos pasos de ella seguirá siendo el
centinela que custodie su vida.
Las manos nudosas de
las ayudantes desabotonan la escueta vestimenta con que Nahid, para acelerar la
desazón con que van a robarle su intimidad, ha vestido deliberadamente a su
hija. Apartan la ropa interior, de un blanco inmaculado que contrasta con la
piel oscura, dejando al aire un indefenso sexo que, lejos aún de la pubertad,
Efua, pudorosa, trata de cubrir apretando las piernas. A Nahid le cuesta librar
una guerra interior no apartar la mirada; sabe que será el único bálsamo que
alivie a la muchacha en el momento más duro, y se ha comprometido a mantenerla
firme y sin lágrimas para que su niña no caiga en el abandono abismal en que
ella cayó a su misma edad no encontrando nada a lo que aferrarse. Aún no sabe
si lo que está dejando que suceda es lo correcto. Hubiera necesitado todo el
tiempo del mundo para explicarle cosas que ni ella misma entendía, pero, entre
buscar una fórmula y reunir el valor suficiente para hacerlo, los días se
fueron consumiendo, y, acorralada, se vio obligada a contarle en un suspiro la
misma historia que desde tiempos inmemoriales se venía transmitiendo de madres
a hijas.
Los miembros
agarrotados de Efua danzan en descompasados temblores cuando las mujeres,
emitiendo sonidos guturales, separan de par en par sus piernas atenazadas. Los
ojos de la niña se abren como platos y su cara arroja un gesto de rara
mezcolanza entre entusiasmo y terror. Siente miedo, pero debe confiar en las
palabras que una semana antes su madre le arrulló al oído; promesas de hermosas
cosas tan solo a cambio de un poco de dolor: recibir el don de la femineidad,
salvar su honor y conseguir el respeto de los hombres al convertirse en un
eslabón más de la larga cadena en la tradición de su cultura. Pero, ahora, la
muchacha solo desea que el tiempo se achique y pase volando, porque no cree
poder soportar la calentura que comienza a devorarla. Apuntalada por ocho
brazos, yace inmóvil en la fría mesa que le eriza el vello. Su mirada curiosa
oscila al compás de los movimientos de la abuela cada vez que ésta se agacha a
recoger algo del suelo; alcanza a ver cómo sus sarmentosos dedos sujetan la
cuchilla que lanza un escalofriante destello hasta los ojos de Nahid. La vieja,
con mirada estoica y a pesar del gimoteo de la muchacha, hace alarde de su
pulso firme cuando adentra los brazos entre sus piernas y con los dedos hábiles
de una de sus manos aparta los labios y sujeta el clítoris contraído mientras
con la otra, de experta cirujana, blande el arma con la que extirpará el mal.
Cuando la carne ya se ha rendido, le asesta un golpe certero y la guillotina en
un corte limpio por el que deja escapar a borbotones la dignidad de la niña sin
ésta saberlo. En su cantinela de alaridos, la pequeña es incapaz de poner orden
a las descontroladas humedades que salen de sus ojos, su nariz y su boca y que
se derraman cuello abajo. Mientras continúa el manoseo, Efua es sacudida por unas
convulsiones que la desorientan y que hacen que sus ojos pierdan a los de su
madre; mustia, se sabe a las puertas del infierno, pero aguanta, porque cree
que las hadas prometidas deben estar al llegar para que disipen toda su
angustia a cambio de este inmenso dolor.
La madre cruza
antiguas miradas con la abuela y corre a ofrecer a su hija mutilada el antídoto
de sus caricias. Se desmorona a su lado y, con suavidad, le acomoda la cabeza
en su regazo, acunándola. Al fin, y a un solo paso del averno, la niña se
siente salvada por los ojos de Nahid justo antes de que una luz blanca lo
inunde todo.
Nahid, antes de
marcharse, intenta con todas sus fuerzas lanzar una mirada de desamor a su
madre, pero no puede; quizá porque tampoco tiene derecho a cargarle con todas
las culpas de una costumbre remota, vergonzosa por su tufo a antigua y
aberrante de la cual ella misma acaba de ser partícipe.
Anda esquivando a la
gente, camino de casa, con Efua dormida en sus brazos. Cada una tiene su
estigma. No sabe cómo demonios disolver todas sus dudas y explicar a su hija
que su dolor ha sido necesario, si es que ha sido necesario; cómo contarle que,
con el tiempo, aparecerán otras heridas y frustraciones no menos dolorosas por
ser invisibles.
Besa el rostro calmado
de la joven y acelera el paso volviendo a su caminar de gacela. Tiene toda una
vida por delante; y aunque deba consagrarla por entero para disipar sus dudas,
lo hará. Y entonces, una vez que entienda que es demasiado caro el precio a
pagar para sobrevivir en armonía con los suyos, podrá explicar a su hija lo que
hasta hoy no ha podido. Toda una vida para aprender a desertar juntas de las
imperfecciones del mundo.
El viento ha remitido.
Nahid levanta la cabeza y ve cómo las amenazantes y tormentosas nubes de antes
se levantan y dejan asomar un cielo nuevo, azul y limpio.
LEMA: Tinta
y grafemas.
El PREMIO infantil, concedido a Blanca Majía Jara por su relato "Recuérdame", lamentablemente quedó desierto al no poder asistir la autora a la lectura del relato, condición indispensable como se indica en una de las bases.
Texto y fotografías: Pilar R. de los Santos
Texto y fotografías: Pilar R. de los Santos
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